En este post voy a relatar cómo fue nuestro miniviaje a Santorini en agosto de 2016. En mi opinión fue demasiado corto, y es que la bella isla griega de Santorini no se merece menos de cinco días de visita; sin embargo decidimos apostar este verano por la vecina Naxos, ya que habíamos estado en Santorini en agosto de 2014, ya conocíamos bastante bien la isla, y decidimos pasar allí únicamente el último fin de semana de agosto antes de regresar a Barcelona y a Madrid respectivamente.
Ya he escrito dos post relatando nuestro viaje a Naxos. Si te interesa leerlos, puedes hacerlo a través de los siguientes enlaces: parte 1 y parte 2.
Así que Sonia y yo decidimos pasar casi una semana en Naxos, conociendo sus playas, sus gentes, su gastronomía y sus preciosos paisajes. Y comprando regalos griegos. Hasta que llegó el sábado por la mañana, momento en que tomamos un autobús desde Kastraki para dirigirnos al puerto y subirnos al ferry que nos llevaría hasta la bella Santorini.
En menos de tres horas estábamos atracando en el puerto. Nuestras dudas iniciales acerca de si encontraríamos un medio de transporte que nos llevara hasta Fira, la capital, se disiparon rápidamente. No sólo había autobuses públicos que hacían el trayecto por un módico precio, sino que el puerto estaba a rebosar de comerciales que nos querían vender un trayecto directo desde el puerto hasta nuestro hotel, con aire acondicionado, por sólo 21 euros (bastante más económico que un taxi). Por supuesto que también había taxis y autobuses de touroperadores con sus respectivos guías buscando a sus turistas cual pastores reuniendo a su rebaño. A la llegada del ferry, el puerto de Santorini era una amalgama de personas, ruidos, olores, gritos y medios de transporte variados; parecía imposible que de todo aquel caos surgiera, como por arte de magia, un orden establecido que permitiera salir de allí a todos los vehículos por la serpenteante y ascendente carretera de un sólo carril que llevaba a los diferentes pueblos de la isla. Pero increíblemente así fue, y en veinte minutos llegamos con todo nuestro equipaje a la estación de autobuses de Fira.
Aunque nuestro destino final era Perívolos, la región de la isla con la mejor playa de arena negra, Sonia y yo decidimos hacer una parada en Fira para comer unas pitas y unas patatas con salsa especial en uno de nuestros restaurantes callejeros favoritos: el Obelix. No sé qué tiene de especial ese lugar, pero una vez que lo pruebas, repites. Sentarnos en esas sillas altas, en plena calle, y disfrutar del sabor de una pita griega después de casi tres horas en barco sin probar bocado fue un éxtasis. En ese momento rompí mi dieta, pero os aseguro que valió la pena y no me arrepentí en ningún momento.
Después de la comida volvimos a la estación de autobuses para dirigirnos a Perívolos y buscar la habitación que habíamos alquilado a través de booking.com. Fue genial porque el alojamiento estaba muy cerca de todo; cerca de la playa, de la parada del autobús y del restaurante Kouzina, nuestro favorito. Teníamos ganas de visitar a Christos, el dueño del restaurante, a quien conocimos la primera vez que fuimos a Perívolos en agosto de 2014. En cuanto llegamos a la habitación nos pusimos el bikini y fuimos a darnos un chapuzón en el Egeo mientras se ponía el sol. Después caminamos hasta la tienda de Lilian, en Perissa. Lilian es otra buena amiga – muy habladora – que también conocimos hacía dos años. Por supuesto se puso muy contenta de vernos, y se puso a hablar y hablar y hablar… hasta que nos dimos cuenta de que habían pasado tres horas y de que se nos había hecho tarde para cenar. Nos fuimos directamente a nuestro hostal y comimos el resto de las pitas del Obelix, que nos habían sobrado del mediodía y muy sabiamente decidimos llevarnos en una bolsa para calmar nuestro apetito nocturno. Tras la cena frugal en nuestra miniterraza griega, espantando a los gatos hambrientos que querían robar nuestra comida, caímos rendidas en nuestras camas y dormimos maravillosamente bien. Había que estar descansadas para aprovechar el domingo al máximo, pues era nuestro último gran día en Santorini.
Amaneció el domingo y fuimos a desayunar al Restaurante Kouzina. Christos nos deleitó con un súper desayuno: tostadas con mantequilla y mermelada para Sonia, y una tortilla de tres huevos con jamón, tomate y pimientos para mí, acompañada de patatas caseras, y café con leche para beber. Aunque nos empeñamos en pagarle el desayuno, Christos se negó; de nuevo la hospitalidad griega nos sorprendió. Es cierto que ya habíamos cultivado una cierta amistad con él, pero aquel desayuno era algo espectacular. Nos había alimentado como si perteneciéramos a su propia familia.
Después del desayuno volvimos corriendo al hostal, porque el checkout era a las doce del mediodía y teníamos nuestras cosas desperdigadas por toda la habitación. Al final conseguimos colocarlas de nuevo en nuestras maletas y volvimos al restaurante de Christos, que muy amablemente nos había ofrecido guardar nuestro equipaje en una habitación cerrada con llave hasta la salida de nuestro vuelo, que era esa misma madrugada.
Teníamos un largo día por delante, pero se nos pasó rápido. Ya no teníamos habitación de hotel para asearnos y ducharnos. Pero aún así decidimos pasar la mañana en la playa, bañarnos en el mar, comer en el restaurante de Christos, ir a visitar a Lilian para despedirnos, coger el autobús a Fira para ver la puesta de sol y comprar más regalos, regresar a Perívolos, cenar en el restaurante Kouzina, recoger nuestras maletas, pagarle a Christos por la comida y la cena… ¿Pagarle? ¿Quién habló de pagar nada? ¡No quiso aceptar que le pagáramos! Se negó en rotundo diciendo que éramos sus amigas, sus huéspedes, y que no iba a cobrarnos nada, y punto, que no nos lo iba a repetir. Fue algo que no esperábamos. Por un lado nos sentimos mal, porque sentimos que de alguna manera estábamos abusando, pero por otro lado nos enterneció. Jamás he visto nada como la hospitalidad griega, es absolutamente increíble. Los griegos nunca dejan de asombrarme.
Y nuestro viaje llegó a su fin. Nos desplazamos, caminando y cargadas como mulas con todas las maletas a la parada del autobús, que debía pasar en diez minutos, y esperamos, esperamos, esperamos… No venía el autobús. Media hora esperando y nada de nada. ¿Qué sucedía? Sonia paró un coche para preguntar al señor que lo conducía, que nos dijo que a esas horas de la noche la parada del autobús estaba en otro sitio. Habíamos perdido el último autobús.
– “Pero ¿a dónde vais?”- preguntó el señor griego.
– “Vamos al aeropuerto”- le contestamos nosotras.
– “Pues subid, rápido…”
Sonia y yo nos miramos y subimos al coche. El señor griego se llamaba Christóphoro, y sin conocernos de nada nos llevó al aeropuerto, pasando primero por Pyrgos, su pueblo, para hacer una breve visita turística. Una última aventura antes de salir de Santorini; una muestra de nuevo de la maravillosa hospitalidad griega.
Hasta pronto, bella Santorini.
Foto: Puesta de sol en Fira, Santorini, el domingo 28 de agosto de 2016.